Más de tres millones de maracuchos -y nadie sabe cuantos colombianos cedulados a toda carrera en la Misión: “De aquí no me saca nadie”- y Maracaibo, la primera ciudad de Venezuela está increíblemente limpia. Y digo increíble no porque no sea posible, sino porque viendo como Caracas se nos llenó de basura a veces pensamos -injustamente- que en todo el país es así. ¡Qué equivocada estaba!
Como también me parece increíble, que la rivalidad existente entre un alcalde, Di Martino, abiertamente “revolucionario” y un gobernador, Manuel Rosales ¿“contra-revolucionario”?,
además de generar muchas polémicas internas haya servido para crear una especie de “sana competencia” que ha favorecido enormemente a la ciudad y como consecuencia, a sus ciudadanos. ¡Para que vos veaís! Y sigo con lo de increíble porque aquí pasamos 4 años viendo pelear a Freddy Bernal con Alfredo Peña como quien ve llover en Macondo, sin hacer nada pues y mas o menos así seguimos. ¡Que molleja!
Bueno, en fin, que no estoy aquí para hablar de Caracas -como casi siempre- sino de Maracaibo y de lo limpias que están sus calles, de lo agradable que fue recorrerlas y encontrar a su gente disfrutando del verde de sus parques y sus plazas disputándose con el sol todo el brillo y todo el color.
Entre las mejoras tangibles que ofrece la ciudad está un recorrido turístico en tranvía que organizó La Alcaldía. En realidad es un autobús hecho a la imagen y semejanza de ese vehículo que transportó a nuestros abuelos hace ya bastante tiempo: asientos de madera natural; ventanales panorámicos; exterior pintado de rojo fuego y amarillo rabioso con eficiente aire acondicionado -como corresponde a esas tierras de Dios- un chofer que además de conducir canta y declama versos propios y ajenos junto a una maracaibera dispuesta a hacer reír hasta a los más estresados, si es que a esas alturas del Panorama todavía sus amarguras no se han disuelto al calor de esa sonrisa y de un cepillado de coco con leche condensada.
El paseo comienza en Lago Mall, el Centro Comercial que acaparaba la atención de todo el que quería ver y ser visto, antes de que apareciera ese enorme imán para adolescentes de último modelo, adultos contemporáneos con celular inalámbrico, niñitos gritones y mujeres al borde de un ataque de compras, llamado Sambil. Nada nuevo tampoco bajo el sol zuliano, excepto que al lado del ketchup no sólo están las papas fritas sino los patacones con sal. Pero sigamos con el viaje en tranvía.
Claro que ir a Maracaibo y no pasar por lo que queda del barrio El Saladillo para sentir todavía la nostalgia de ese vacío que dejó la picota del progreso; disfrutar de las coloridas casitas de Santa Lucía; de la reluciente fachada de La iglesia de Santa Bárbara -azul intenso delicadamente bordado por blanco inmaculado- contemplar con asombro como la fachada casi austera de la Basílica de La Chinita contrasta con su interior abigarrado, y con la enorme fe de todo el que allí se cobija, es como no ir, pero tranquilos, que por allí también pasa el tranvía.
Uniendo una iglesia con otra se encuentra el recién estrenado Paseo de la Virgen en un estilo que podríamos llamar arbitrariamente “Versallesco maracucho” -sin ánimo de ofender- ya que por si fuera poco la balaustrada verde inglés con bordes dorados que lo circunda, aquí les ofrezco las palabras de Ricardo, un taxista simpatiquísimo y conversador: “A mi me encanta este Paseo a pesar de todo lo que dicen en su contra porque cuando uno camina por aquí, es como si estuviera en Francia y no en Maracaibo” ¡Ya sabemos lo acertada que es la sabiduría popular!
Otro itinerario del tranvía nos llevó mucho más lejos, casi fuera de la ciudad, al Planetario, que se encuentra dentro del Parque Simón Bolívar ¡que pavo! 45 minutos de carretera limpia y bien asfaltada. Todo por un precio muy solidario hasta con el bolsillo más golpeado por la reciente devaluación: Bs. 2.000 para los adultos, los niños pagan con una sonrisa.
En una de las salas del parque y teniendo como fondo una exposición, nos esperaba el Ensamble de la Alcaldía, un sexteto formado por cuatro, guitarra, mandolina, percusión, flauta y un sobresaliente violín que llenó ese espacio de música venezolana muy bien ejecutada. Sólo una nota discordante, un maestro de ceremonia ad hoc -ya que las condiciones acústicas de la sala no le permitieron descargarse con el bajo, su instrumento de reglamento- después de exaltar las virtudes del Ensamble y la labor didáctica que están ejerciendo en las escuelas básicas, dejó escapar esta perla: “Esta es la única música que nuestros hijos tienen que escuchar, ojalá se prohibiera difundir toda esa porquería que nos traen de afuera, pero eso ya queda en nuestras manos”. Cosas de la revolución, digo yo, o de la ley RESORTE, dirá él. Total, todos tenemos derecho a desafinar en algún momento.
La verdad es que ni siquiera un comentario tan infeliz pudo borrar la sonrisa que se empeña en ocupar mi boca cada vez que escucho nuestra música, interpretada no sólo con técnica sino con pasión -y si no, escuchen a Huascar Barradas venido de esas tierras para alegrar éstas- mucho menos opacar la fuerza de ese Pajarillo que se fugó del corazón y voló en las manos de un joven violinista llamado Oscar que nació hace poco más de veinte años en la Tierra del sol amada.
Mitchele Vidal Castro