sábado, agosto 10, 2013

Velorio de pueblo.


Ya había olvidado cómo eran los velorios en los pueblos venezolanos y ayer las imágenes fueron tan obvias, que todo volvió a mi memoria, así, de un solo golpe.

Al lado de mi edificio hay una casita humilde, limpiecita como las casas de los pobres en mi país; imposible obviarla ya que siempre, desde que estoy aquí, forma parte de mi paisaje cotidiano cada vez que me asomo a la ventana para tomar un poco de aire a cuarenta grados de temperatura y así evitar que la climatización me entuma los huesos como si estuviera en pleno invierno francés, pero con camiseta de manga corta.

Esta casa que menciono, es de esas viviendas de techo de zinc que calienta como horno, con su típico perro de tamaño mediano, amarillo y de raza desconocida y asimétrica, de patas cortas, cuerpo largo y gordo, ladrando a cada transeúnte que pasa. Sus matas de mango cargaditas en el mes de agosto, su segunda cargada del año y que cada mañana me vienen los antojos de tocarles la puerta para que me dejen montarme en sus ramas y comerme uno, sin bajar del árbol, así como cuando era pequeña. La verdad, eran los mejores mangos que he comido, así, bien calientitos y olorosos. Nunca pueden faltar las iguanas que se pasean de rama en rama y como olvidar los pajaritos, esos mismos que vienen cada mañana a mi ventana creyéndose dueños absolutos de la cornisa, sin saber los pobres incautos que detrás de ese vidrio como espejo, hay alguien disfrutando de su belleza y su canto. Pero en ocasiones es su trampa, y se estrellan contra ellas cayendo aturdidos en el estacionamiento y a veces hasta muertos.


Pero hoy el perro no ladra, lo guardaron yo no se dónde para que no moleste a la visita, esa visita que viene mirando a ver quien lleva una bandeja con café o consomé para acompañar al difunto. Y no para de llegar gente, se abrazan, sacan un pañuelo para secarse las lágrimas, ese mismo que usan para secarse el sudor de los cuarenta grados que  hacen y quizá por eso, nadie se mueve de su silla, se quedan tranquilitos para no transpirar, como las iguanas que observan desde los árboles. Y yo me pregunto si ellas también están tristes?
Creo que el finado era alguien muy conocido en el pueblo e incluso me atrevo a decir muy querido, lo deduzco por la cantidad de gente que ha venido al velorio; ya los vehículos no caben en toda la cuadra y sigue llegando gente.

Mientras tanto, y desde mi ventana yo oigo como transcurre la tarde en la casita humilde, en el velorio de pueblo.

En un rincón del amplio patio hay los que nunca faltan, los contadores de chistes, aquellos que se ríen bajito pero que todo el mundo los oye. Siempre he querido pensar que es una conducta inducida por el nerviosismo de enfrentar a la muerte, o quizá al muerto. Alguien se acerca a un vehículo estacionado y se "recarga" el vaso con alguna bebida espirituosa, no sin antes y como es costumbre, invitar al muerto a echarse un traguito con el gesto simbólico de un chorrito en el piso y la respectiva señal de la cruz.

Por otro lado andan los familiares que no se veían hace dos o tres generaciones, pero que sin embargo viven en el mismo pueblo, a cinco cuadras. hay reconciliaciones, remembranzas y promesas de verse más seguido... o al menos hasta el próximo bautizo, matrimonio o como hoy, un funeral...

Llega una vecina piadosa con otra cafetera porque la que hay no se da abasto, debe haber más de cien personas entrando y saliendo. La verdad es todo un acontecimiento social. Hay los que se quedan todo el día, hay quienes sólo pasan por una hora, pero el flujo de gente continúa sin cesar. Llega la tarde y el cielo se comienza a encender lentamente, amarillo, rojo, anaranjado, con un sol redondito, ese atardecer magnífico de este pueblo, hoy más hermoso que nunca, quizá en señal de despedida a ese que ya no está.

Al día siguiente se vuelve a llenar la casa de gente desde muy temprano, aunque en realidad no se si en algún momento se fueron, y como a mediodía, cuando hace más calor, entonces llega la carroza a buscar a su viajero... con él, se va la visita y la casita humilde se queda sola y silenciosa,  hasta dentro de unos días más, cuando se olvide todo el trajín de consomés, abrazos, pañuelos sudorosos y llenos de lágrimas... ya el perro está suelto, ya no hay visita, ya el que estaba, se fue, pero la tristeza queda.