Ya había olvidado cómo eran los velorios en los pueblos venezolanos y ayer las imágenes fueron tan obvias, que todo volvió a mi memoria, así, de un solo golpe.
Al
lado de mi edificio hay una casita humilde, limpiecita como las casas de los
pobres en mi país; imposible obviarla ya que siempre, desde que estoy aquí,
forma parte de mi paisaje cotidiano cada vez que me asomo a la ventana para
tomar un poco de aire a cuarenta grados de temperatura y así evitar que la
climatización me entuma los huesos como si estuviera en pleno invierno francés,
pero con camiseta de manga corta.
Esta
casa que menciono, es de esas viviendas de techo de zinc que calienta como
horno, con su típico perro de tamaño mediano, amarillo y de raza desconocida y
asimétrica, de patas cortas, cuerpo largo y gordo, ladrando a cada transeúnte
que pasa. Sus matas de mango cargaditas en el mes de agosto, su segunda cargada
del año y que cada mañana me vienen los antojos de tocarles la puerta para que
me dejen montarme en sus ramas y comerme uno, sin bajar del árbol, así como
cuando era pequeña. La verdad, eran los mejores mangos que he comido, así, bien
calientitos y olorosos. Nunca pueden faltar las iguanas que se pasean de rama
en rama y como olvidar los pajaritos, esos mismos que vienen cada mañana a mi
ventana creyéndose dueños absolutos de la cornisa, sin saber los pobres
incautos que detrás de ese vidrio como espejo, hay alguien disfrutando de su
belleza y su canto. Pero en ocasiones es su trampa, y se estrellan contra ellas
cayendo aturdidos en el estacionamiento y a veces hasta muertos.
Pero
hoy el perro no ladra, lo guardaron yo no se dónde para que no moleste a la
visita, esa visita que viene mirando a ver quien lleva una bandeja con café o
consomé para acompañar al difunto. Y no para de llegar gente, se abrazan, sacan
un pañuelo para secarse las lágrimas, ese mismo que usan para secarse el sudor de
los cuarenta grados que hacen y quizá
por eso, nadie se mueve de su silla, se quedan tranquilitos para no transpirar,
como las iguanas que observan desde los árboles. Y yo me pregunto si ellas
también están tristes?
Creo
que el finado era alguien muy conocido en el pueblo e incluso me atrevo a decir
muy querido, lo deduzco por la cantidad de gente que ha venido al velorio; ya
los vehículos no caben en toda la cuadra y sigue llegando gente.
Mientras
tanto, y desde mi ventana yo oigo como transcurre la tarde en la casita
humilde, en el velorio de pueblo.
En
un rincón del amplio patio hay los que nunca faltan, los contadores de chistes,
aquellos que se ríen bajito pero que todo el mundo los oye. Siempre he querido
pensar que es una conducta inducida por el nerviosismo de enfrentar a la
muerte, o quizá al muerto. Alguien se acerca a un vehículo estacionado y se "recarga"
el vaso con alguna bebida espirituosa, no sin antes y como es costumbre,
invitar al muerto a echarse un traguito con el gesto simbólico de un chorrito
en el piso y la respectiva señal de la cruz.
Por
otro lado andan los familiares que no se veían hace dos o tres generaciones,
pero que sin embargo viven en el mismo pueblo, a cinco cuadras. hay
reconciliaciones, remembranzas y promesas de verse más seguido... o al menos
hasta el próximo bautizo, matrimonio o como hoy, un funeral...
Llega
una vecina piadosa con otra cafetera porque la que hay no se da abasto, debe
haber más de cien personas entrando y saliendo. La verdad es todo un
acontecimiento social. Hay los que se quedan todo el día, hay quienes sólo
pasan por una hora, pero el flujo de gente continúa sin cesar. Llega la tarde y
el cielo se comienza a encender lentamente, amarillo, rojo, anaranjado, con un
sol redondito, ese atardecer magnífico de este pueblo, hoy más hermoso que
nunca, quizá en señal de despedida a ese que ya no está.
Al
día siguiente se vuelve a llenar la casa de gente desde muy temprano, aunque en
realidad no se si en algún momento se fueron, y como a mediodía, cuando hace más
calor, entonces llega la carroza a buscar a su viajero... con él, se va la visita y la casita humilde se queda
sola y silenciosa, hasta dentro de unos
días más, cuando se olvide todo el trajín de consomés, abrazos, pañuelos sudorosos
y llenos de lágrimas... ya el perro está suelto, ya no hay visita, ya el que
estaba, se fue, pero la tristeza queda.
5 comentarios:
Felicitaciones Marcela, disfrute de lo que escribiste, lo haces muy bien.Un abrazo grande .
Alejandra
Gracias Tia Alejandra... disfruto escribir, pero disfruto mas cuando veo que a la gente le gusta... besos!
Está excelente, he sentido el calor, he escuchado los pajaritos estrellarse y caer, he olido el café. Así son los velorios en mi país, en mi pueblo de país. Es un acto social que trasciende y llega a ser tan majestuoso, que se convierte en un espectáculo teatral, donde está quien hace el papel del cuenta cuentos, el cafetero, el que llora y el que siembra intrigas... Todos hemos participado en algunos de esos velorios en esas casas con techo de zinc. Todos hemos tenido nuestro papel en ese espectáculo.
Está muy bien Marcela... pero yo le hubiera puesto como título "Y sigue llegando gente..."
Jenny Barazarte
Negris mía... Quien mejor que tu conoce la cotidianidad de este pueblo... Gracias por haber "sentido" el post... Admito y confieso mi emoción por publicarlo y la dificultad al encontrar un título... Para la próxima te pido consultoría!
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